lunes, 3 de agosto de 2009

Lo Mejor de Tí

Lo Mejor de Ti
Un cuento para cantar
Por: Camilo Suárez

Me llamo Juan Calzoni. Ya podrán imaginar las bromas que hacen con mi apellido en Colombia. Aquí es lo de menos. Vivo solo y no conozco a mucha gente. Por tal razón, oigo pronunciar mi apellido pocas veces, si acaso por mi jefe y algunos colegas. Hoy es jueves y es el único día de la semana que tengo libre. El reloj que cuelga en la pared marca las 10 a.m. Hace poco desperté de un profundo sueño de casi 6 horas, pero permanezco acostado sobre mi cama, mis manos amortiguan mi cabeza, y la mirada la mantengo fija en el techo. Vivo en un viejo y diminuto apartamento situado en el norte de esta ciudad. A pesar de que es verano y que los cielos en los últimos días han permitido ver a un sol ardiente, allá afuera está cayendo un fuerte aguacero. El crepitar de la lluvia en mi ventana es muy fuerte, se asemeja a una bandada de granos de fríjol impactando un vidrio endeble.

Las pantorrillas y los muslos de mis piernas me duelen. No había sentido un dolor semejante desde los días en los que comencé a trabajar en este país; es una molestia similar a la que se llega a sentir tras haber alzado peso en un gimnasio, como si una cerilla de fósforo encendida se alojara adentro. No comprendo. ¡Si ya estoy habituado al trajín, por qué me duelen de esta manera tan intensa! Rápidamente concluyo que se debe al cansancio acumulado. Por una parte, haber conducido mi bici-taxi durante siete días enteros, de sol a sol, pedaleando a través de esta impetuosa y gigantesca ciudad y, por otra parte, estoy pagando la cuenta de cobro de las dos horas continuas que permanecí brincando en el concierto de hace ocho días. Con un escueto suspiro margino de mi pensamiento el dolor de mis extremidades, y mi mente, involuntaria, repasa reminiscencias recientes

Recuerdo con picardía que para convencer a mis padres de financiar mi viaje, tuve que demostrarles que era una necesidad, casi que vital, estudiar inglés en un país angloparlante, puesto que hoy en día el mercado laboral colombiano exige, al menos, este idioma como segunda lengua, si se quiere garantizar mayor competitividad. Y, además, porque ningún instituto de lenguas en Bogotá garantiza que alguien aprenda el idioma de manera natural. Para reforzar mi argumentación, en su momento añadí que hasta lo que iba corrido de mi vida, no recordaba haber soportado sucesos más penosos en público que aquellos vividos las veces que hice un puñado de exposiciones en inglés en la universidad; aparte de los que me ha hecho pasar mi padre en otro sin número de reuniones familiares en las que, vibrante, suele evocar el momento de mi nacimiento y la sorpresa inusual que se llevó al constatar que el tamaño de mi segmento varonil superaba el de cualquier recién nacido promedio. Pese a que logré persuadirlos, en realidad, lo que quería no era venir a Londres o a otra ciudad, sino comprar un cohete inter espacial y arribar en otro planeta, montar un campamento allí y pasar una larga temporada lejos de este mundo. Pues no era cierto que fuera un desastre con el inglés, si se tiene en cuenta que tanto en el colegio como en la universidad fui siempre uno de los mejores estudiantes de la clase, solo que consideré necesario dramatizar la situación para asegurar su venia. Londres era lo más cercano a otra galaxia que dentro de mis posibilidades económicas podía pedir.

Matar a tu recuerdo fue la verdadera razón por la cual me vine para acá. Necesitaba exorcizar tu vida de mis vísceras y exfoliar de mi piel el vestigio de tus manos en mi cuerpo. El día en que Medina Reyes me encontró visiblemente afligido en una librería de Bogotá, y me susurró al oído que el amor que ella sentía por ti me hería solo a mí, que para ti ya no existía, y que lo mejor que podía hacer era matar con sevicia este amor, porque era inútil, porque ya no podía tocarla ni hacer que su vida extrañara la mía, me convencí entonces de que el mejor lugar para re encontrarme debía estar lejos de mi entorno.

Al igual que el grueso número de colombianos que vienen aquí y, como lo he constatado, también una cantidad incalculable de brasileros, indios, coreanos, japoneses y chinos, estudié inglés durante cinco meses en un instituto de idiomas. El mismo tiempo por el cual se me concedió la visa. Con todo, al finalizar mi curso, sentí que no estaba listo para volver a Colombia, de modo que decidí quedarme por un tiempo indefinido.

He tenido el mismo trabajo desde que llegué y todo lo que produzco lo ahorro. Uso la misma ropa que me traje y los únicos dos gustos que me he dado, uno por necesidad y el otro por placer han sido: comprarme la mejor chaqueta de plumas que encontré para protegerme del frío inclemente del invierno; y una unidad de la mejor línea de colchones ortopédicos y resortados que se puede conseguir en el mercado inglés. No obstante, hace ocho días, rompí mi filosofía de austeridad y manejo ético del dinero y pagué, jubiloso, 380 libras por un tiquete para entrar al Wembley Stadium, para ver tocar en vivo a los Foo Fighters.

Comienzo a sentir mis brazos dormidos. Al tiempo que despego mi espalda del colchón y la elevo en forma de arco, estiro mis extremidades superiores con fuerza, dibujando un círculo en el aire con ellas. Hago que mi dorso retorne al colchón, acomodo la mano derecha detrás de mi nuca, mientras que la izquierda ahora descansa sobre mi pecho. Le doy otro vistazo a la hora. Sólo han trascurrido cinco minutos. Clavo una vez más la mirada en el techo y retomo mis memorias.

Recuerdo que los días que precedieron al concierto se habló mucho de las posibles sorpresas que traería consigo. En las calles se hicieron cábalas inagotables sobre los artistas invitados que podrían aparecer en escena para acompañar una u otra canción de la banda. A pesar de esto, permanecí impávido para no llenarme de ansiedad y me concentré en mi trabajo.

El gran día, me encontré con un estadio abarrotado con 86.000 almas delirantes, se respiraba una atmósfera de entelequia y delirio. Esto era un hecho inverosímil si se tiene en cuenta que las bandas norteamericanas no son tan bien acogidas en el Reino Unido.

Dave Ghrol, dio inicio a la velada cuando ingresó al escenario y tomó el micrófono para saludar a la audiencia con un avivado grito. Sin dar espera, invitó a escena a Jimmy Page y a John Paul Jones y yo, en medio de la multitud, me sentí como una sal de frutas en un vaso con agua. Pero no sólo fue esto lo que me dejó henchido, me llamó la atención que a pesar de que el pomposo par de artistas invitados, así como Shifflet y Mendel, ya estaban listos para tocar, Taylor Hopkins era el único que no ocupaba el asiento al frente de su batería, sino que se mantenía caminando proceloso, fumando, al costado de Ghrol, mientras este, en el centro de la impetuosa tarima, expresaba el honor que representaba para él y su banda permitírsele vivir la oportunidad de tocar su música en ese legendario lugar. Acto seguido, y lejos de cumplirse los pronósticos, Ghrol abandonó su lugar al frente del micrófono y asumió el puesto de la batería, por su parte, Hopkins, ocupó el lugar de aquel; situación que jamás nadie había visto en uno de sus conciertos.

Bastó escuchar los primeros redobles vertiginosos de la batería y la estridente guitarra de Jimmy Page de la clásica canción Rock N´Roll, para que mis piernas se despegaran del suelo con un salto que me llevó hasta el cielo. Cuando fui presa de la gravedad, repetí una y otra vez el mismo movimiento, parecía que mis extremidades inferiores respondieran a impulsos emitidos por cerebros independientes que se alojaban en mis rodillas. Más aun, alcancé a ver el paraíso cuando Hopkins entonó el coro con una prodigiosa e impredecible voz. Mientras mi cuerpo se fundía en descargas inagotables de adrenalina y tarareaba la canción sin importar que mi voz se disipara en la algarabía.

En el momento en que Everlong fue interpretada a capela por Ghrol, en el centro de la larga pasarela dispuesta como parte del escenario y que fungía a su vez como una línea divisoria de la multitud, mis cinco sentidos se aguzaron y tu imagen, como la muerte, apareció de súbito ante mi vista. Tu fantasma se vio esbozado en los destellos de luces que despedía la tarima. Sin embargo, lejos de volver a sentirme mal por saber que no existe ni un solo crespo de esperanza de volver a vivir la sublime sensación de tenerte a mi lado, experimenté una extraña calma al sentir que estabas ahí presente, encarnada en esas estrofas que me penetraban. Sentí, como Orantes, que una loca alegría danzaba en mi corazón.

Pese a que todo el repertorio había estado fuera de serie, no me hace falta hurgar en los recuerdos para concluir que el suceso más trascendental de la noche fue la interpretación de The Best of You. Ghrol, introdujo la canción indicando que éramos partícipes del mejor día de su vida, y nos pidió cantar junto a él una vez más. A pesar de ser una frase sencilla, fue una parábola que pretendía proponer un camino distinto de interpretación de la vida. Era contundente. Le había tomado dos horas demostrarle a tantos miles de asistentes que la música era un instrumento capaz de astillar, como la ballesta de un guerrero espartano, el más duro escudo de los corazones escondidos. Inició la canción y su voz retumbó en el cielo, y los cimientos del estadio alcanzaron a tambalearse. No era su vientre la fuente del poder de su voz sino su corazón. La textura de mi tersa piel se tornó áspera como si fuera una alfombra, y de inmediato mis párpados tuvieron que cerrarse para impedir que mis ojos se ahogaran en medio de lágrimas. Justo en la mitad de la canción, la música se detuvo y Ghrol, al no aguantar la conmoción de sentimientos que le generó la impetuosa ovación, soltó la guitarra y se llevó sus manos extendidas a los ojos, dejando ver un rostro afligido. En cuestión de segundos la canción retomó su camino, y con la misma energía continuó colmando la sed del ávido público.

Lo mejor de tu vida se reveló en esa canción. Al finalizar, con ella lo hizo también el concierto. Entendí que tu fantasma había aparecido para anunciarme el momento de reconocer el cansancio de estar volviendo a comenzar una y otra vez. Ni el océano atlántico con toda su amplitud había bastado para evitar que me encontraras. Sin importar lo lejos que me haya mantenido de sufrir a causa de tu amor; me di cuenta que no hay sufrimiento más grande que vivir sin dar amor. Volví a creer que lo mejor de mí no daba espera de volver a ser entregado. - ¿Qué vine a cambiar a este lugar?- Me pregunté. Creí que la magia se había ido, pero cómo negarla si en cuestión de pocas horas te habías valido de una banda de Rock para ordenar esta mente nemorosa.

Lo mejor de ti, no es otra cosa que tu facultad de quitarme y devolverme la vida. Sé que ahora no será posible que vuelvas a ser parte de mi proyecto de vida, y que tampoco proyecto mi vida en este lugar. Con la paciencia de todo buen amor, ese día pegaste el último ladrillo de tu obra.

El reloj ahora marca las 10:15 a.m. Necesito levantarme de la cama y darme una ducha fugaz. Debo llamar a mi jefe para avisarle que jamás volveré a trabajar con él. Mi vuelo de regreso a Bogotá sale a las 3:00 p.m, y en Londres es difícil conseguir taxis cuando llueve. Así que no hay tiempo para pensar más. Estoy ansioso. Deseo abrazar a mi familia, a mis amigos, sentir el olor de mi casa y volver a dormir en mi viejo colchón, a pesar de que no es tan bueno como el que tengo acá. Y más que cualquier otra cosa quiero encontrar unos ojos nuevos en los que los míos se hundan, para poder entregar, una vez más, lo mejor de mí.

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