martes, 18 de agosto de 2009

18

18.
Música de Joy Division
Por Camilo Suárez

Soy Juan Calzoni, y estoy de vuelta en Bogotá. Hoy no quiero hablar sobre mis desencuentros con la susodicha. Por ahora, solo deben saber que las cosas están cambiando y pintan bastante bien para mí.

Una empresa multinacional que se dedica a la exportación de frutas del trópico me ha contratado como su gerente de marca. Si bien es cierto que estudié con ahínco inglés en Inglaterra, el inglés de los negocios no lo domino. No obstante, hace una semana la compañía me pagó un curso especial en un instituto de buena reputación al cual debo asistir los martes en la mañana durante cuatro horas, con la ventaja de que me conceden el resto del día libre y no me obligan a reponer este tiempo ningún otro día de la semana. Hoy fue mi primera clase y esta es la fotocopia de la fecha.

Debo decir que la clase concluyó media hora antes de lo previsto. Para ese momento mi estómago se encontraba desprovisto y pedía a gritos alimento. Al tiempo que me disponía a levantarme de mi puesto e introducía mis útiles en mi maleta, observaba consternado cómo mis escasos compañeros, indiferentes y apacibles, abandonaban el salón y se perdían de mi vista sin despedirse. A pesar de que era la primera vez que compartía con ellos tiempo y espacio, durante tres horas continuas los observé con escasas intermitencias y noté que sus rostros, voces, movimientos y miradas carecían por completo de vida, era como si estuviera presenciando una clase con muertos vivientes. Estos personajes me dejaron cansado y fastidiado. Había vivido, a su lado, uno de los momentos más aburridos de mi vida.

Una vez abandoné el recinto me dirigí hacia una vitrina en donde se encuentran exhibidas las películas que pueden pedirse prestadas por los estudiantes. Estudio en un instituto financiado y dirigido por la embajada del Reino Unido en mi país, de modo que todas las cintas que allí ofrecen conservan dicho origen, lo cual encontré de fecundo interés, pues he sido siempre un asiduo consumidor de todos los productos de Hollywood. Pese a que ignoro casi todo sobre el cine británico, y que sólo se permite llevar una película, no fue difícil para mí escoger entre muchos títulos y opté, entonces, por una cuyo nombre era: Control, del director Anton Corbijin. Me incliné a ciegas por esta, movido por la breve sinopsis que hacía referencia a la historia del líder vocal de la legendaria banda de Indie inglesa: Joy Division, y, adicionalmente, por los fulgentes comentarios de supremas autoridades del mundo periodístico contenidos en su misma caja.

No tardé mucho en volver a casa para ver mi película. Con ese propósito, me acosté sobre el sofá del cuarto de televisión. El diván está ubicado junto a una ventana a través de la cual después del medio día logran penetrar los rayos del sol, sin fuerza pero de forma sutil, como la luz detrás de la lluvia, gracias a una gruesa persiana marrón que disminuye la intensidad de la luz. El resultado es una atmósfera irasciblemente acogedora. Mi panza proyectaba una explosión debido al fastuoso almuerzo que mi madre me había ofrecido, motivo por el cual anticipé un sueño indomable tan pronto iniciara la película. Pese a esto, gracias a la impredecible fuerza de la historia, sumada a la sorprendente aptitud de los actores y la estupenda ambientación de la cinta, fue inevitable que mi mente quedara atrapada en la pantalla de principio a fin.

Ian Kevin Curtis, es el protagonista de esta historia que no tiene un final feliz. El corto capítulo de su vida terrenal, en esencia, no es distinto al de cualquier otro gran hombre. Dueño de un carácter avasallante y una mente procelosa, vivió al servicio de la literatura y la poesía. Sin embargo, las circunstancias lo llevaron a encontrar en la música el medio idóneo de expresión y realización. En contravía con los esquemas sociales y con escasos dieciocho años contrajo matrimonio con Deborah Woodruffe, quien sería su esposa hasta el último día de su vida. Su carrera musical fue tan breve como su vida. Desde su comienzo Curtis creó con su voz y prosa un sonido de culto que posteriormente influenciaría de primera mano a las bandas más representativas de la música contemporánea. Una buena cantidad de músicos que hoy las masas consideran dioses tuvieron como fuente primaria de inspiración a Joy Division. Se dice que todo tiene un principio y un fin. Su genio consistió en anticipar, como el árbol de Goethe, los sonidos de nuestros tiempos. Artistas cuya fama se extiende a lo largo y ancho del planeta como New Order, U2, Depeche Mode, Red Hot Chili Peppers, Moby, Bloc Party, entre otras tantas, apelan a los aludidos como el origen de su resonancia.

Reconozco que no es placentero oírlos. Cualquiera de sus canciones tiene el poder de generar una atmósfera gris y depresiva. Soy rockero, pero encuentro mi gusto en la música con mensajes claros y alegres. Curtis, a pesar de haber sido una persona determinada, era, también, un ser frío, ensimismado y hermético, como una bóveda de acero. Con todo, en los escenarios desplegaba un poder inverosímil que cautivaba los oídos más indiferentes y arrasaba con todo a su paso. En una de sus giras conoció a una diplomática belga, de quien, pronto, se iba a enamorar profundamente. En razón de este hecho su matrimonio se debilitó, y descubrió que había sido un error casarse tan joven, aunque prosiguió con este sin abandonar a su amante. Esta confusión lo debilitó al punto que consideró renunciar a la fama para resolver su situación emocional. Por su parte, aparte de indecisión, adolecía de epilepsia, de modo que sufría frecuentes ataques que lo sorprendían en los lugares menos esperados, incluso durante sus conciertos. Los médicos le recetaban fórmulas médicas pero era inútil, su salud estaba destinada a agravarse naturalmente. A nada le temía más que a continuar sufriendo los impases de su enfermedad. Preso en su culpa, decidió abandonar la banda indefinidamente hasta tanto definiera sus problemas sentimentales.

Sin previo aviso, y sin mayor evidencia de lucha y siendo un imberbe pelao de 23 años de edad, Ian Curtis se suicidó, ahorcándose en el patio de su casa. De manera voluntaria decidió ofrecer su vida para evitar prolongar, por una parte, su propio sufrimiento físico y, por otra, impedir que su esposa viviera atormentada a causa de su desamor. Suele valorarse este acto como el extremo de lo apocado, sin embargo, lo percibo como una acción humana que requiere de coraje. Aunque no lo comparto, sí es cierto que supone asumir y vivir la idea de que en la vida hay realidades irremediables y que no siempre la voluntad basta para cambiarlas. Es un acto propio de los incomprendidos. De quienes, como Caicedo, hicieron de la irreflexión y de la contradicción su norma de conducta, que pensaron que todo era de ellos y a todo tenían derecho, y lo cobraron bien caro; de quienes no esperaron lograr comprensión del mundo ni del sexo opuesto, de quienes practicaron el ritmo de la soledad en los cines y, de paso, aprendieron a sabotearlos; aquellos que sucumbieron a la maldad de un solo golpe, pues se dieron cuenta que al final todos terminarán rodando juntos del mismo brazo, pero más lento; aquellos que se cansaron de dar sin ser valorados.

Curtis se despidió del mundo el 18 de mayo de 1980. Hoy, es 18 de agosto de 2009. Aunque es evidente que los meses no corresponden, sí es un buen día para recordar que conocí esta historia trágica justo en la fecha en que cuatro compañeros de clase me exacerbaron de manera involuntaria. Es una buena oportunidad para reconocer que lo que me irrita de los demás es no recibir de parte de ellos aquello que yo deseo y en la forma como lo quiero. Ellos no esperaban mi aceptación ni mi comprensión; sí, eran herméticos, fríos y ensimismados, pero quizás no era el escenario para enseñar lo que tienen. Cuánto hice para descubrir su potencial. Me reconozco como alguien ordinario, deseo ser comprendido pero no quiero comprender.


El sigilo frente a la luz nació con los hombres.

Gonzalo Santonja

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